22.9.12

PISTA DE AUDIO Nº 35; GRABADORA SAMSUNG DE ROBERTO GUEROA


Mi querida chica M: ¿recuerdas el día en que aparecí con un extraño ataud debajo del brazo derecho?, ¿conservas el momento en que diseccioné aquel cuerpo con destonilladores y vastas dosis de minuciosidad? Semejante disco duro, pieza maldita de coleccionista pervertido, acabó por adaptar la forma de un agente vírico: Principio de Infección dentro de las esquinas de nuestra historia de convivencia. Como esos archivos dañados y escondidos carpeta tras carpeta. Hizo que te perdiese. Es rídiculo. Ahora mismo lo sujeto debajo del brazo: el disco duro. Exactamente idéntico a la diapositiva en la que entro en el cuarto amarillo una tarde de invierno con un ataúd debajo del brazo derecho. Sólo que ahora no hay ningún ataúd. Está mortecino, desnudo, con el cable de USB a mini-USB todavía enganchado a su cuerpo y colgando del mismo. Vamos imprimiendo un fino reguero de sangre en la tierra seca, terreno yermo cuyo color recuerda al de los moratones, tierra dura pero que sin embargo da la impresión de estar a punto de deshacerse, como bolas de piedra arenosa, o así lo interpretan estos pies descalzos. Acabo de lamer suavemente restos de sangre adheridos a las uñas. Sangre del más puro sabor metálico con la que puedas enjuagarte. Líquido de enjuague bucal para esta boca deshidratada que desde aquí te habla. Que desde aquí, a veces, enfrente de la grabadora de voz, susurra tu nombre. M. La verdad es esta: negocié en una tienda ilegal de órganos de computadoras el precio del disco duro de un tal estudiante de Bellas Artes y de nombre Lucio, Lucio Costado. Lo reparé. Examiné sus habitaciones, sus documentos, su extensión memorística. Mi querida chica M: ¿recuerdas las noches en que empapelaba la piel amarilla de la habitación a base de planos y mapas?, ¿conservas el momento en que me di cuenta de las coordenadas así como de la topografía de este lugar? Mi querida chica M: esto es Ninguna Parte. Una planicie árida y radiactiva, puesta en cuarentena hace unos años y de la que se narran demasiadas crónicas. Desdén Spinoza me ilustró con, sino todas, casi todas. La fuga de unos cuantos materiales potencialmente peligrosos y la posterior explosión explican que la intensidad vibracional de esta zona genere exploraciones clandestinas de productores musicales. Dicen que puedes verlos arrastrar con precariedad baterias y cableados que instalan debajo de tierra. Hay quien vio a niños deformemente desnutridos, chupando raíces de cables arrancadas por entre los recovecos de los relieves más agrietados. Trevor Tesla me contó en una ocasión que aquí han cultivado el glitch más salvaje y ferozmente manipulado que nadie haya tenido ocasión de catar. Algo indomable. Disparos de mareas de convulsiones poderosísimas. Mi querida chica M: busco el manantial del desierto. El núcleo. La Madre Parcela. La fuente original de vibración. Los metros cuadrados que más tiemblen y ahúyen dentro de este laboratorio natural, dentro de este ecosistema de ondas. La materia prima con la que poder curarte, con la que poder curarme, con la que poder curarnos. Busco la ecuación matemática que represente en lo más oscuro de su estructura, en sus dominios codificados, la frecuencia idónea como para no tener que volver a temblar y tiritar y lloriquear fuera de toda voluntad propia y a la espera de un nuevo E.P o doble disco con el que poder liviar todo el dolor que en nosotros han programado, sembrado. Mi querida chica M: voy a dar con el remedio, con la medicina, con el alivio, con el silencio. Sosiego. Aquí respiro sosiego turbado y plutónico. Silencio, también muchas raciones de silencio. No-lugar-Ninguna-Parte. Paradójicamente, y esto es algo de lo que me advirtieron, no experimento cambios físicos o psíquicos. Estoy anulado, reducido a esta marcha. Camino erguido, al igual que una especie de androide estoico, con la mirada colgada, imanizada por el horizonte. El disco duro sigue goteando sangre extra-herrumbrosa. Diviso una familia de buitres allá a lo lejos. A cada paso que doy, a cada piedrecita que me clavo, la vibración del suelo y el cosquilleo que siento en la planta de los pies desnudos aumenta, eleva su fuerza en un zumbar análogo a una hipotética conexión de miles de bafles, subwoofers y diversos modelos de altavoces debajo de tierra. Como si este piso desértico fuese un cuerpo con vida, un cuerpo dormido, a punto de desmayarse: puedo sentir el cosquilleo de su carne, ese cosquilleo que uno siente segundos antes de desfallecer. Como el tembleque de una máquina de rapar cabezas o de una cortadora de césped si se apoya la palma de la mano en ella. Mi querida chica M: el suelo sigue agitándose. Cada vez más ruidoso. Cada vez más piedras. Cada vez más sangre. Cada vez más buitres.




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