31.8.12

EXTRAÑOS




Estamos a las afueras de la ciudad, cerca de las vías muertas del tren, probablemente no muy lejos del lugar en que murió calcinado, de muñecas a tobillos, un pobre e irrelevante vagabundo llamado Anthony Cotard. Hay un amplio descampado y columnas de neumáticos de tractores apilados, formando una especie de fuerte, de bastión para menores de quince. A menos de treinta metros sobresale una montaña de basura que crece casi mensualmente, como al ritmo de las menstruaciones o de los ciclos lunares, que viene a ser lo mismo, dice uno de los dos protagonistas. Tanto el uno como el otro recogen papeles del suelo. Si observas a estos chicos durante un par de jornales advertirás que hay algo más a parte de esta búsqueda a ras del suelo [casi arqueológica] y que se eleva a cazar [lo que supone alzar la vista hacia lo alto] bandadas de apuntes maduros que sobrevuelan como bolsas de supermercado en un día pseudohuracando, de hecho, a veces se puede ver alguna que otra bolsa de supermercado entre la turba de láminas. Porque del cielo, entre las 4 y las 4:15 de la tarde [por marcar un momento], caen folios de papel como por arte de viento y de tinta. Lluvia de apuntes que, por cada año que suspendes y repites, van revalorizando su valor en el muy conocido mercado ilegal de los Apuntes Selectos. Es el oficio secreto de Axel «Axiolítico» y Ricardus Long-Island. Desde hace ya dos años. Llegan cada tarde, en soles tan gelatinosos como este [tan grises que hasta pesan] y simplemente esperan, equipados con bolsas de basura, a la tormenta de DIN-A4. Chispear no siempre cuadra a horas exactas: a veces [muy raras veces] las encuadernaciones de alumnas responsables de final de carrera ya han caído; también hay jornadas en las que tienen que esperar al vuelo de un remolino informacional con cientos de minutos de demora. Pero Axel «Axiolítico» y Ricardus Long-Island, como en una justificación personal que dice nosotros-desempeñamos-una-profesión-más-de-entre-cientos-de-profesiones, apremian por llegar puntualmente a las 4 de la tarde. Siempre. De 13 y 14 años respectivamente, gozan de un nivel de vida superior [gracias a los ingresos que obtienen a través del tráfico de apuntes] al del resto de la caravana de adolescentes ineptos con los que, ya sea en parques o aularios, conviven: me recuerdan al tipo de medusas paralizadas que se ven en los dibujos de psycho-pulp, dice A.A. en tanto husmea entre los escombros.
   -Premio gordo -confiesa sin apenas turbarse R.L-I., al tiempo que inspecciona, todavía agachado, los papeles que acaba de recoger y que supervisa con ese tipo de atención despreocupada con la que los abogados [todos: en especial los de oficio] repasan por encima el acta de sus casos.
   -¿Medicina?, ¿ingeniería de caminos?, ¿o tal vez historia del arte? Dime que son de historia del arte, por favor, dime que más concretamente pertenecen a las vanguardias históricas y que podré endosárselos al corro de universitarias salidas y desesperadas por no coger apuntes y seguir visitando las cervezas de la cantina
   -Son partituras musicales.
   -¿Y bien? -pregunta A.A. asomando las rastas de su cabeza- ¿Esto se supone que es el premio gordo?, ¿partituras musicales que parecen haberse escrito en la Edad Media?
   -Conozco a gente del Conservatorio Superior que con suerte soltará billetes por cada uno de estos pentagramas -dice con media sonrisa y un torpe aunque sincero guiño de ojo el bueno de Ricardus Long-Island.
   Se acaba de disparar, en un aviso de ventarrón cuya presencia va ganando consistencia, la señal que indica alta probabilidad de precipitación de páginas. Nuestros dos chicos se miran conjuntamente con un brillo ocular que recuerda al más puro destello que uno pueda encontrar en los ojos drogadictos de sectores marginales cuando contemplan el papel de aluminio.
   -Prepara los palos y las bolsas de basura. Yo voy montando la cama elástica.
   -No me gusta saltar en esa mierda oxidada -opina Axiolítico después de escupir con un aire que denota de todo menos insurreción o insolencia- A parte del hecho, que me la trae floja,  de parecer retrasados mentales que saltan y cazan papeles con bolsas de basura atadas a palos de escobas, deberías de haberte percatado en algún puto momento de estos últimos dos meses de que conseguimos muchos menos apuntes volando en el aire de los que cosechamos con los pies pisando tierra.
   -Eso es muy cierto mi muy querido pequeño oloroso. Pero así es más divertido.
   -Que te jodan. A ti y a tus partituras musicales.
   -Vendrás a mí -y esto lo dice Ricardus con una dulzura perversa que recuerda al tipo de madre que advierte de algo prohibido a su nene- cuando las coloque a cambio de billetes a tropel en cualquier salida de cualquier after a cualquier DJ que busque la fama mediante frecuencias solfeggio.
   -¿Frecuencias solfeggio?, ¿pero de qué cojones hablas?
   -¿Cómo que de qué cojones hablo? -pregunta R.I-L y después se señala la cabeza con la punta del dedo, como dando a enteder que la materia sobre la que versan sus palabras ronda lo espiritual, lo mental o lo metatífisco- La War Vibration chaval.
   -A veces dices cosas muy raras. Cosas extrañas del tipo de cosas que me hacen sentir como un extraño. Que me hacen sentir que somos extraños.
   -Todo el mundo conoce a William Bellocq, capullo, o al parecer todos menos tú, mi muy querido pequeño Axiolítico.
   -Que te jodan a ti y a tus frases de maestro oriental de deporte en el que no hace falta mover el culo. A ti y a tu War Vibration y a tus frecuencias solfeggio y a tu William Bellocq.
   -William Bellocq no existe, pringao... Nadie conoce a William Bellocq.
   -¿Quién es William Bellocq?
   Y entonces empiezan a llover papeles arrojados desde lo alto de este cielo gelatinoso [tan gris que hasta pesa] y nuestros dos protagonistas interrumpen la cháchara porque empieza una nueva jornada laboral en la oficina que hay al lado de las vías muertas del tren, cerca de la montaña de basura, dentro de los límites del descampado.







22.8.12

LONG ISLAND II





Que ella se haya quedado dormida no es condición suficiente para que el televisor que la vigila frene su ritmo, su cadencia: sus movimientos. La pared amarilla del salón nunca ha sido tan amarilla en plena oscuridad de salón de medianoche. Sobre ella se proyectan, lumínicamente hablando, parpadeos de color blanco y azul celeste. Parece que las imágenes se imprimen en ella o que ella es un espejo de carne. Sobre su cuerpo tumbado se dibuja una película de asesinatos que arrastran, al igual que en una verborrea ensayada o una suma teológica, multitud de asesinatos. Long Island como escenario para el desarrollo. Las imágenes hablan, y no es relevante que haya o no haya gente observándolas, por sí solas. Son aún más puras [ahora que ella duerme] porque no existe ningún marco teórico burbujeando en el aire vicioso del salón amarillo. Porque no hay mente posible operando sobre las mismas. Hablan por sí solas y ella duerme, atenta o no a las imágenes de la película de sus sueños y que de igual manera hablan por sí solas. No importa si ella las observa o no las observa. Si las observó [pasado] o no las observará [no-futuro]. No importa. Suenan risas en off procedentes de la teleserie a la que atienden y se destronchan [artificialmente] varios actores secundarios de la película. Y ella se estremece.




14.8.12

LECCIÓN DE INSOMNIO II




Cuando a la noche le falta electricidad, recurro a mi pasado como si de pornografía se tratase. Hago de este tipo de ejercicio todo un ceremonial que, aunque mis ojeras digan lo contrario, provoca la total desactivación de cada uno de los circuitos de mi cuerpo. De mi bomba. Me aferro al idealismo historicista, mi personal idealismo absoluto, si así quieres llamarlo: verme a mí, Desdén Espinosa, como el Sujeto, el mismísimo Sujeto en una sucesión de acontecimientos, aún víctimas del efecto de ligeras distorsiones, puramente temporales. Desdén Espinosa, que por ser el mismísimo Sujeto sublimó su quehacer hasta llegar a ser el Objeto. La bomba. Cuando a la noche le falta electricidad, recurro a mi pasado para dejar de ser la Máquina; para empezar a ser el Sujeto. El poco trabajo que mantiene verdaderamente ocupado a mi organismo eléctrico es despachado por mi nuevo becario. 3:53 a.m y  el pobre seguro que sigue dando vueltas por la zona este de la ciudad, buscando los puntos exactos, las calles, polígonos industriales o esquinas que colorearé en rojo y que indicarán que allí, en una acumulación de tiempos pretéritos, se desarrolló una cadena memorística, una serie de acontecimientos -física y psíquicamente- horrorosos que repercuten -como suave soplos de burbujas- en tu estado anímico. En tu estado de Sujeto anímico y no de Máquina. Y no de bomba. A veces me tiembla, y da igual que fije la vista o esté durmiendo, el párpado inferior. Cuanto menor es la unidad de explosivos de fabricación casera pegados con cinta aislante sobre mi abdomen, tanto más experimento esa ligera tiritera muscular. Soy una especie de cronómetro detenido pero vivo. Si pienso en la palabra apretar el nudillo me baila poco a poco pero el ojo se relaja. Mañana será otro día. Mañana todo cambiará, me digo a mí mismo. Y en el fondo sé que nada alterará la aburrida ley por la que todo deviene. Mantra del fracasado. Mañana será otro día. Mañana todo cambiará.




11.8.12

PISTA DE AUDIO Nº 52; GRABADORA SAMSUNG DE ROBERTO GUEROA


Todo lo que se sube, le pese a quien le pese, se baja. Digo esto en referencia a mi pasado. Practiqué ciclismo en equipos regionales con sede e instalaciones deportivas escondidas por pueblos de bosques que asustarían a más de un sureño. En Cantabria. Jornadas de pedaleo subiendo y subiendo por carreteras grises, parecidas al humo del bong cuando trepa por la probeta. Estudié la filosofía heraclitea y los piñones de las bicis. El estilo de técnica de Bruce Lee y el concepto platónico de hiperusía. Mi entrenador siempre decía que todo lo que se sube, tarde o temprano, se baja. Recuerdo ascender y descender por desfiladeros y curvas imposibles, como si de una gráfica maldita con el dedo fuese recorriendo, describiendo. Soy un economista de los frenos y las botellas de agua. Correr detrás de hombres que me aventajaban hizo de mi identidad un fardo de tensiones y satisfacciones, de desaliento y técnicas de superación. Estoy en mitad, como una hormiga extraviada, de una carretera que atraviesa el desierto. Ando. Ya no existe la bici. He visto varios buitres en busca de reposo y no me he alarmado. Aprendí a bajar todo aquello que subía. Mi entrenador me decía: si quieres bajar, no es difícil, apúntate a lecciones de descenso. Eso hice. Descender y descender. Abandoné el equipo de ciclismo y partí rumbo a ciudades universitarias. Sitios de esos en los que la gente fluctúa parecido a las trayectorias que se describen en una panorámica de ampliación subatómica. Idas y venidas. Gente que al año se va y otra que al año aparece. No sé si me entiendes. Dejé de competir subido a una bici para conocer toda una suerte de puntos en movimiento y relacionados, directa o indirectamente, entre sí. Soy un matemático de las relaciones intersubjetivas expresadas en espacios públicos y bajo un punto de vista pseudo sociológico. Estudié la amistad y el libro V de la metafísica aristotélica. Las relaciones entre personas. En las ciudades universitarias la amistad es una moneda de cambio. Es como pescar peces con vendas en los ojos. Conocí gente que reseñó su vida de modo filosófico. Que con catorce años ya habían bosquejado la estructura de su futuro proyecto académico. Otros decían: cuando estés delante de una persona que te conoció con 13 años y con una que te ha conocido ahora que tienes 24, se dará el momento decisivo. El punto hombar: lo que dirán de ti en tu epitafio. Algo crucial. Despedirse en las ciudades universitarias es como cuando dos personas se despiden y una de ellas abandona para que la otra acabe agitando la mano sin nadie enfrente que le corresponda. Como mirar de reojo al abismo. Es raro. Las relaciones sociales en las ciudades universitarias. Las estudié. Desvestí mis prejuicios en pos de toda una química de las emociones compartidas. Analicé la lógica pura de los comportamientos en grupo. Ahora camino descalzo en mitad de una carretera que, vista desde una perspectiva aérea, debe separar dos planicies colosales de tierra. Me fui después de haber estado dando vueltas pendulares por ese tipo de zonas en las que se construyeron demasiados edificios y en los que ahora nadie, debido a la crisis económica, vive en ellos. Después de tantas y tantas horas de estudio académico, social y metafísico. Después de tantos y tantos descensos a las experiencias más burocráticamente aterradoras que uno pueda tener en el Departamento de Estudios Sociológicos. Después de una suma a priori incuantificable de rostros a los que sé que probablemente jamás volveré a presenciar físicamente. Después de Espinosa. De todas esas escenas en las que hablaba, como si fuese una especie de devoto anfetamínico apunto de explotar, de la Ciencia Orientativa de la Psicogeografía. Después de absurdas y esenciales charlas -no como aquel desquiciante monólogo suyo que tuve que soportar, cada vez con menos oxígeno debido a la rápidez con la que la excitación hacía mover su lengua, enccerrados en el ascensor- con Javier Rubio. Después de ella. Después de que se llevara los muebles de mi piso. Después del cuarto amarillo y su único enchufe y su única conexión al mundo por la que, al igual que el placton en infinitas sucesiones de placton, me dejaba arrastrar. Es, como si después de la chica M, en una rara distorsión de mi percepción temporal, el mundo ya no avanzara al mismo tiempo. Y yo avanzo, ando; nunca subo ni desciendo. No. Ya no. Ya no hay más competiciones ni más descensos a los sótanos de las relaciones emocionales y los trabajos académicos poco remunerados. Acabo de cortarme por cuarta vez al pisar una cresta de piedra. Piedras y buitres son mis nuevos amigos. Ellos y el cable al que estoy agarrado. Hace hora y media que me inicié en el mundo de los cortes por exilio y, al sentarme para comprobar que mi pie es común, mortal y de carne y hueso, para mi sorpresa, medio enterrado, encontré este cable al que me he agarrado y que no pienso soltar. Ni siquiera para mear, cagar, dormir, comer latas de melocotón en almíbar o mirar de frente a los buitres. Ando a su lado. Agradeciéndole cada aproximadamente dos kilómetros su amistad y compañía de cable. Se acaba la capacidad de memoria de la última pista disponible en mi grabadora de sonidos Samsung. Me gustaría que supieras, si es que alguna vez logro encontrar algún enchufe -el cable me da fuerzas y fe- para conectarme y enviarte todas estas grabaciones, antes de que todo acabe, antes de que esto deje de grabar y únicamente queden piedras y buitres y el cable para oírme, que  




9.8.12

Estas fotografías fueron tomadas la velada del 16 de mayo del 2012









Estas fotografías fueron tomadas la velada del 16 de mayo del 2012. Pertenecen a la actuación que llevó a cabo un polaco llamado Igor Boxx y fueron chequeadas por un hombre que tenía justo a mi lado y cuya identidad ha sido relegada a la de un nombre y apellido falsos: Roberto Gueroa. Han pasado meses desde aquella noche; exactamente 85 días. No los he ido contando por unidades ni a medida que se desarrollaban, de eso puedo estar seguro. Mientras, y te juro que esto es real, escribía esta última línea, un pañuelo de seda que mi buen amigo Ricardus Long-Island tuvo el honor de adquirir como compromiso turístico con el país de Marruecos y que nunca tuvo la decencia de conjuntarse mas que para quitarse capas de frío en una de las muchas noches gélidas que dormimos entre estaciones de autobuses pleistocenos, ha empezado a arder por encima de mi cuerpo. Enroscado, por qué no decirlo, en plan serpiente sobre tres focos de luz intensa: así lo hube colocado, así de inteligente me acabo de promocionar. La serpiente azul ha humeado hasta el punto de que síntomas de la talla de picor de ojos y de nariz o dolor de pulmones al respirar se hayan convertido en la puntuación para una nota final de un examen cuyas observaciones son: auténtico inútil. Mi retraso mental ha conlcuido en todo un espectáculo de fuego en progresión a medida que el viento ha ido avivando la llama, porque resulta estúpidamente obvio que me he aventurado -la justificación no era otra que la de hacer desaparecer humo del cuarto- en colocar la piel de la serpiente humeante sobre las rejas de la ventana. El viento ha hecho el resto. Mientras escribía que no hube contado los 85 días transcurridos entre la fecha de hoy y la actuación de Igor Boxx he sentido calor y luz naranja y he visto arder una bola de fuego que no he dudado en arrojar -la mitad, ya que la otra parte ha dicho adiós entre pisotones y chorros de agua que han hecho de la misma fango negro- por la ventana. Minutos después, es decir, ahora mismo, un chico de Bogotá al que gusto de llamar Axiolítico, ha metido un pen drive que se encontró no sé donde y cuyo contenido médico roza lo artístico si uno se fija en los primeros planos de enfermedades impronunciables, o algo así dice. Me pide que borre el contenido del mismo y yo le digo que quiero esas fotografías. Me dice, y por eso sé que está colocado, que acaba de recordar haberlo borrado esta mañana. Dice que rebusque, que recicle, que está en mi Papelera de Reciclaje. Pienso en ella y en la memoria y en reciclarla. Pienso en ese fin de semana y no sé porqué pero me quedo mirando un minuto que no sé cuanto dura el póster de Sandman. Me digo a mí mismo que los recuerdos que se relacionan con las personas son escenas cargadas de insustancialidad mistérica, del tipo de escenas de películas abiertas en significado.

El caso es que este texto en sí no tiene identidad propia. No sé si esto guarda relación alguna o enlaza con la temática recuerdo-escena-frívola-pero-onírica de la que hablaba. El caso, y vuelvo a repetirlo, es que este texto en sí no tiene identidad propia, ya sabes, unos personajes a los que recurrir, un escenario sobre el que desarrollarlos, una trama a profesar. Lo he comenzado, con esta, puede que más de nueve veces y, como en una especie de acuerdo tácito conmigo mismo, siempre acabo desarrollando su estructura ósea en una ilógica unión de pensamientos a tiempo real y los recuerdos -que cada vez son más difusos o literarios u olvidados o reemplazados- de aquella  noche de mediados de mayo. Nunca lo termino. He comenzado más de nueve veces con Estas fotografías fueron tomadas la velada del 16 de mayo del 2012. Es como si se hubiese establecido un punto de atracción entre los recuerdos de una noche -mejor dicho, de un fin de semana: aquel fin de semana- y el momento presente en que los rememoro y combino con pensamientos fugaces, instantáneos. Un punto imantado que nunca termina porque Hoy nunca se acaba. Constante reactualización. Como mi Papelera de Reciclaje. Son dos polos para este andamiaje: uno estático y otro dinámico. El primero es una bola grande, una pelota resinosa congelada por escenas mentales primaverales. El segundo es un fluir entre frases momentáneas. Así funciona este texto indefinido: gravitando entre dos puntos fílmicos y galvanizantes. Recuerdo que aquella noche bailé como un auténtico deficiente en aras de un trance trib-urbano. Que pedí a Roberto Gueroa que fotografiase con su móvil videoproyecciones repetidas en bucles, le dije: ¡tienes que candar esas imágenes!, ¡embotella aquella pantalla!

Ahora miro la que tengo delante, la de mi portátil. Acabo de establecer una vista previa de la primera fotografía que consiguió R.G: la de la mujer. Me recuerda, de un modo parecido a cómo lo hacen ciertas canciones o nombres artísticos, a ella. Sé que sabe que no la hecho de menos. No lo hago. Sólo pienso, a veces, como por arte de carambola, en ella. Abro la carpeta que guardo con todas las memorias que escribí para su carrera. Ella hablando a través de mí. O yo hablando a través de ella. Ya no lo sé. Pero sigue siendo raro. Crónica de un crimen. Del olvido a la memoria. Leo todos esos escritos académicos en los que suplanté su identidad, en los que aparecían constantemente palabras genéricas acabadas en a y no en o. «De vuelta y sumergida una vez más hacia el rescate de los objetos que quieren ser retirados. Puede que esa sea mi naturaleza: la predisposición de una anciana desequilibrada por el síndrome de Diógenes». ¿Es ella o soy yo?, ¿qué es esto sino un constante reciclaje de la ilusión de mí mismo? «Quién era ella. Siempre guardaré la historia que he conseguido crear. Serán los recuerdos ficticios de mi vida. Yo habré sido parte de Soledad». Todas estas frases pertenecen a sus memorias. Son ella. Son yo. Ella hablando a través de mí. O yo hablando a través de ella. Ya no lo sé. La noche, no del 16 sino del 17 de mayo, nunca la olvidaré. Puede sea debido a que tengo pruebas -pictóricas- virtuales. Las fotos que sacó Roberto Gueroa. Perdí el norte cuando perdí mi sentido de la identidad. Por eso siempre necesito pruebas, pruebas de que aún existo. Por eso sigo tomando fotos. Para probarme después que fui «yo» realmente quien vió algo. Y aquella noche del 17 pude ver literalmente, como gajos secos que desfallecen, desprenderse una parte de mí. Dos años aproximadamente sin a penas recuerdos sólidos -únicamente los artísticos, los que vieron Transcendencia y algo mejor que lo que fue nuestra relación-, una buena parcela de mi pasado que ahora guarda ella, porque, como casi siempre, activé al automatismo de la Negación y del posterior Olvido. Intento formatear -es una forma de negar- el pasado para no tener que sentirlo como flashbacks que me hagan palidecer y enfermar. No conozco la materia de los sueños porque nunca recuerdo las imágenes que sueño. No sé si esto guarda relación. El caso es que miro el póster de Sandman, soberano del Reino del Sueño, y me digo a mí mismo que los archivos de las Papeleras de Reciclaje que se relacionan con las personas son escenas cargadas de insustancialidad mistérica, del tipo de escenas de películas abiertas en significado. La foto de la mujer me recuerda a ella y ella me recuerda a la noche del 17, que a su vez me recuerda que una parte de mí se autoignoró para quedar presa del tupperware hermético de los archivos que ella haya logrado preservar. Recuerdos por archivos. Archivos por recuerdos. Recuerdo que hasta que no amaneció estuve buscándome a mí mismo por todos los parques de la ciudad. La noche del 17 fue la que me moví exactamente como lo haría mi perro. Como buscando algo que no importa porque se carece de una medida valorativa de lo que supone la importancia. Buscando como buscaría -nada más que por buscar, por no volver a casa- un perro. Miro a Musgo. Está, lo sé por los ligeros temblores de sus ojos, soñando. Miro un papel en el que pone poetical suicide y en el que sale el dibujo de un hombre con las dos manos atadas y la cabeza puesta sobre las vías de un tren de juguete. Una plantilla rota en la que el palito final de la e ha desaparecido y que por eso ahora pone: John Titor existo. Tengo delante mía un papel con fotografías de máscaras continentales. Veo imágenes de enfermedades que no decepcionarían a ningún Pollock con vida. En la calle suena un piano carísimo en lo que se supone que es una boda refinada, a las puertas del mismísimo palacete modernista de la Casa Lis. Axiolítico acaba de gritar cosas, desde este lado de la casa, totalmente indescriptibles. Ha insistido. Para mi sorpresa, al ir al salón, he visto que tenía una cámara fotográfica apuntando a la pantalla de su portátil. Graba vídeos de gente bailando con devilsticks. Quiere aprender nuevos trucos para el show -bailes tribales con devilsticks de fuego- que empieza en una semana; tour que trazará una línea por todas las terrazas de los bares de la costa mediterránea y en el que ha proyectado una optimista suma cuantitavia de beneficio en metálico. Le he pedido que me deje hacerle una foto al vídeo que graba, para ponerla al final de este texto, a ver si consigo cerrarlo de una maldita vez.




8.8.12

D.E.P



Este es el cuerpo sin vida de una tablet COBY 7010 ANDROID 2.3

De nacionalidad física china y nacionalidad informacional desconocida.

Se despidió del mundo con varias sacudidas de luz y el sonido de una alarma activado horas después del fallecimiento.

No hay familia, amigos ni allegados que recen por su alma.

No hay esquela.

Tampoco epitafio.

Ni siquiera unas últimas palabras en boca del hombre que ofició su funeral.