11.8.12

PISTA DE AUDIO Nº 52; GRABADORA SAMSUNG DE ROBERTO GUEROA


Todo lo que se sube, le pese a quien le pese, se baja. Digo esto en referencia a mi pasado. Practiqué ciclismo en equipos regionales con sede e instalaciones deportivas escondidas por pueblos de bosques que asustarían a más de un sureño. En Cantabria. Jornadas de pedaleo subiendo y subiendo por carreteras grises, parecidas al humo del bong cuando trepa por la probeta. Estudié la filosofía heraclitea y los piñones de las bicis. El estilo de técnica de Bruce Lee y el concepto platónico de hiperusía. Mi entrenador siempre decía que todo lo que se sube, tarde o temprano, se baja. Recuerdo ascender y descender por desfiladeros y curvas imposibles, como si de una gráfica maldita con el dedo fuese recorriendo, describiendo. Soy un economista de los frenos y las botellas de agua. Correr detrás de hombres que me aventajaban hizo de mi identidad un fardo de tensiones y satisfacciones, de desaliento y técnicas de superación. Estoy en mitad, como una hormiga extraviada, de una carretera que atraviesa el desierto. Ando. Ya no existe la bici. He visto varios buitres en busca de reposo y no me he alarmado. Aprendí a bajar todo aquello que subía. Mi entrenador me decía: si quieres bajar, no es difícil, apúntate a lecciones de descenso. Eso hice. Descender y descender. Abandoné el equipo de ciclismo y partí rumbo a ciudades universitarias. Sitios de esos en los que la gente fluctúa parecido a las trayectorias que se describen en una panorámica de ampliación subatómica. Idas y venidas. Gente que al año se va y otra que al año aparece. No sé si me entiendes. Dejé de competir subido a una bici para conocer toda una suerte de puntos en movimiento y relacionados, directa o indirectamente, entre sí. Soy un matemático de las relaciones intersubjetivas expresadas en espacios públicos y bajo un punto de vista pseudo sociológico. Estudié la amistad y el libro V de la metafísica aristotélica. Las relaciones entre personas. En las ciudades universitarias la amistad es una moneda de cambio. Es como pescar peces con vendas en los ojos. Conocí gente que reseñó su vida de modo filosófico. Que con catorce años ya habían bosquejado la estructura de su futuro proyecto académico. Otros decían: cuando estés delante de una persona que te conoció con 13 años y con una que te ha conocido ahora que tienes 24, se dará el momento decisivo. El punto hombar: lo que dirán de ti en tu epitafio. Algo crucial. Despedirse en las ciudades universitarias es como cuando dos personas se despiden y una de ellas abandona para que la otra acabe agitando la mano sin nadie enfrente que le corresponda. Como mirar de reojo al abismo. Es raro. Las relaciones sociales en las ciudades universitarias. Las estudié. Desvestí mis prejuicios en pos de toda una química de las emociones compartidas. Analicé la lógica pura de los comportamientos en grupo. Ahora camino descalzo en mitad de una carretera que, vista desde una perspectiva aérea, debe separar dos planicies colosales de tierra. Me fui después de haber estado dando vueltas pendulares por ese tipo de zonas en las que se construyeron demasiados edificios y en los que ahora nadie, debido a la crisis económica, vive en ellos. Después de tantas y tantas horas de estudio académico, social y metafísico. Después de tantos y tantos descensos a las experiencias más burocráticamente aterradoras que uno pueda tener en el Departamento de Estudios Sociológicos. Después de una suma a priori incuantificable de rostros a los que sé que probablemente jamás volveré a presenciar físicamente. Después de Espinosa. De todas esas escenas en las que hablaba, como si fuese una especie de devoto anfetamínico apunto de explotar, de la Ciencia Orientativa de la Psicogeografía. Después de absurdas y esenciales charlas -no como aquel desquiciante monólogo suyo que tuve que soportar, cada vez con menos oxígeno debido a la rápidez con la que la excitación hacía mover su lengua, enccerrados en el ascensor- con Javier Rubio. Después de ella. Después de que se llevara los muebles de mi piso. Después del cuarto amarillo y su único enchufe y su única conexión al mundo por la que, al igual que el placton en infinitas sucesiones de placton, me dejaba arrastrar. Es, como si después de la chica M, en una rara distorsión de mi percepción temporal, el mundo ya no avanzara al mismo tiempo. Y yo avanzo, ando; nunca subo ni desciendo. No. Ya no. Ya no hay más competiciones ni más descensos a los sótanos de las relaciones emocionales y los trabajos académicos poco remunerados. Acabo de cortarme por cuarta vez al pisar una cresta de piedra. Piedras y buitres son mis nuevos amigos. Ellos y el cable al que estoy agarrado. Hace hora y media que me inicié en el mundo de los cortes por exilio y, al sentarme para comprobar que mi pie es común, mortal y de carne y hueso, para mi sorpresa, medio enterrado, encontré este cable al que me he agarrado y que no pienso soltar. Ni siquiera para mear, cagar, dormir, comer latas de melocotón en almíbar o mirar de frente a los buitres. Ando a su lado. Agradeciéndole cada aproximadamente dos kilómetros su amistad y compañía de cable. Se acaba la capacidad de memoria de la última pista disponible en mi grabadora de sonidos Samsung. Me gustaría que supieras, si es que alguna vez logro encontrar algún enchufe -el cable me da fuerzas y fe- para conectarme y enviarte todas estas grabaciones, antes de que todo acabe, antes de que esto deje de grabar y únicamente queden piedras y buitres y el cable para oírme, que  




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