9.8.12

Estas fotografías fueron tomadas la velada del 16 de mayo del 2012









Estas fotografías fueron tomadas la velada del 16 de mayo del 2012. Pertenecen a la actuación que llevó a cabo un polaco llamado Igor Boxx y fueron chequeadas por un hombre que tenía justo a mi lado y cuya identidad ha sido relegada a la de un nombre y apellido falsos: Roberto Gueroa. Han pasado meses desde aquella noche; exactamente 85 días. No los he ido contando por unidades ni a medida que se desarrollaban, de eso puedo estar seguro. Mientras, y te juro que esto es real, escribía esta última línea, un pañuelo de seda que mi buen amigo Ricardus Long-Island tuvo el honor de adquirir como compromiso turístico con el país de Marruecos y que nunca tuvo la decencia de conjuntarse mas que para quitarse capas de frío en una de las muchas noches gélidas que dormimos entre estaciones de autobuses pleistocenos, ha empezado a arder por encima de mi cuerpo. Enroscado, por qué no decirlo, en plan serpiente sobre tres focos de luz intensa: así lo hube colocado, así de inteligente me acabo de promocionar. La serpiente azul ha humeado hasta el punto de que síntomas de la talla de picor de ojos y de nariz o dolor de pulmones al respirar se hayan convertido en la puntuación para una nota final de un examen cuyas observaciones son: auténtico inútil. Mi retraso mental ha conlcuido en todo un espectáculo de fuego en progresión a medida que el viento ha ido avivando la llama, porque resulta estúpidamente obvio que me he aventurado -la justificación no era otra que la de hacer desaparecer humo del cuarto- en colocar la piel de la serpiente humeante sobre las rejas de la ventana. El viento ha hecho el resto. Mientras escribía que no hube contado los 85 días transcurridos entre la fecha de hoy y la actuación de Igor Boxx he sentido calor y luz naranja y he visto arder una bola de fuego que no he dudado en arrojar -la mitad, ya que la otra parte ha dicho adiós entre pisotones y chorros de agua que han hecho de la misma fango negro- por la ventana. Minutos después, es decir, ahora mismo, un chico de Bogotá al que gusto de llamar Axiolítico, ha metido un pen drive que se encontró no sé donde y cuyo contenido médico roza lo artístico si uno se fija en los primeros planos de enfermedades impronunciables, o algo así dice. Me pide que borre el contenido del mismo y yo le digo que quiero esas fotografías. Me dice, y por eso sé que está colocado, que acaba de recordar haberlo borrado esta mañana. Dice que rebusque, que recicle, que está en mi Papelera de Reciclaje. Pienso en ella y en la memoria y en reciclarla. Pienso en ese fin de semana y no sé porqué pero me quedo mirando un minuto que no sé cuanto dura el póster de Sandman. Me digo a mí mismo que los recuerdos que se relacionan con las personas son escenas cargadas de insustancialidad mistérica, del tipo de escenas de películas abiertas en significado.

El caso es que este texto en sí no tiene identidad propia. No sé si esto guarda relación alguna o enlaza con la temática recuerdo-escena-frívola-pero-onírica de la que hablaba. El caso, y vuelvo a repetirlo, es que este texto en sí no tiene identidad propia, ya sabes, unos personajes a los que recurrir, un escenario sobre el que desarrollarlos, una trama a profesar. Lo he comenzado, con esta, puede que más de nueve veces y, como en una especie de acuerdo tácito conmigo mismo, siempre acabo desarrollando su estructura ósea en una ilógica unión de pensamientos a tiempo real y los recuerdos -que cada vez son más difusos o literarios u olvidados o reemplazados- de aquella  noche de mediados de mayo. Nunca lo termino. He comenzado más de nueve veces con Estas fotografías fueron tomadas la velada del 16 de mayo del 2012. Es como si se hubiese establecido un punto de atracción entre los recuerdos de una noche -mejor dicho, de un fin de semana: aquel fin de semana- y el momento presente en que los rememoro y combino con pensamientos fugaces, instantáneos. Un punto imantado que nunca termina porque Hoy nunca se acaba. Constante reactualización. Como mi Papelera de Reciclaje. Son dos polos para este andamiaje: uno estático y otro dinámico. El primero es una bola grande, una pelota resinosa congelada por escenas mentales primaverales. El segundo es un fluir entre frases momentáneas. Así funciona este texto indefinido: gravitando entre dos puntos fílmicos y galvanizantes. Recuerdo que aquella noche bailé como un auténtico deficiente en aras de un trance trib-urbano. Que pedí a Roberto Gueroa que fotografiase con su móvil videoproyecciones repetidas en bucles, le dije: ¡tienes que candar esas imágenes!, ¡embotella aquella pantalla!

Ahora miro la que tengo delante, la de mi portátil. Acabo de establecer una vista previa de la primera fotografía que consiguió R.G: la de la mujer. Me recuerda, de un modo parecido a cómo lo hacen ciertas canciones o nombres artísticos, a ella. Sé que sabe que no la hecho de menos. No lo hago. Sólo pienso, a veces, como por arte de carambola, en ella. Abro la carpeta que guardo con todas las memorias que escribí para su carrera. Ella hablando a través de mí. O yo hablando a través de ella. Ya no lo sé. Pero sigue siendo raro. Crónica de un crimen. Del olvido a la memoria. Leo todos esos escritos académicos en los que suplanté su identidad, en los que aparecían constantemente palabras genéricas acabadas en a y no en o. «De vuelta y sumergida una vez más hacia el rescate de los objetos que quieren ser retirados. Puede que esa sea mi naturaleza: la predisposición de una anciana desequilibrada por el síndrome de Diógenes». ¿Es ella o soy yo?, ¿qué es esto sino un constante reciclaje de la ilusión de mí mismo? «Quién era ella. Siempre guardaré la historia que he conseguido crear. Serán los recuerdos ficticios de mi vida. Yo habré sido parte de Soledad». Todas estas frases pertenecen a sus memorias. Son ella. Son yo. Ella hablando a través de mí. O yo hablando a través de ella. Ya no lo sé. La noche, no del 16 sino del 17 de mayo, nunca la olvidaré. Puede sea debido a que tengo pruebas -pictóricas- virtuales. Las fotos que sacó Roberto Gueroa. Perdí el norte cuando perdí mi sentido de la identidad. Por eso siempre necesito pruebas, pruebas de que aún existo. Por eso sigo tomando fotos. Para probarme después que fui «yo» realmente quien vió algo. Y aquella noche del 17 pude ver literalmente, como gajos secos que desfallecen, desprenderse una parte de mí. Dos años aproximadamente sin a penas recuerdos sólidos -únicamente los artísticos, los que vieron Transcendencia y algo mejor que lo que fue nuestra relación-, una buena parcela de mi pasado que ahora guarda ella, porque, como casi siempre, activé al automatismo de la Negación y del posterior Olvido. Intento formatear -es una forma de negar- el pasado para no tener que sentirlo como flashbacks que me hagan palidecer y enfermar. No conozco la materia de los sueños porque nunca recuerdo las imágenes que sueño. No sé si esto guarda relación. El caso es que miro el póster de Sandman, soberano del Reino del Sueño, y me digo a mí mismo que los archivos de las Papeleras de Reciclaje que se relacionan con las personas son escenas cargadas de insustancialidad mistérica, del tipo de escenas de películas abiertas en significado. La foto de la mujer me recuerda a ella y ella me recuerda a la noche del 17, que a su vez me recuerda que una parte de mí se autoignoró para quedar presa del tupperware hermético de los archivos que ella haya logrado preservar. Recuerdos por archivos. Archivos por recuerdos. Recuerdo que hasta que no amaneció estuve buscándome a mí mismo por todos los parques de la ciudad. La noche del 17 fue la que me moví exactamente como lo haría mi perro. Como buscando algo que no importa porque se carece de una medida valorativa de lo que supone la importancia. Buscando como buscaría -nada más que por buscar, por no volver a casa- un perro. Miro a Musgo. Está, lo sé por los ligeros temblores de sus ojos, soñando. Miro un papel en el que pone poetical suicide y en el que sale el dibujo de un hombre con las dos manos atadas y la cabeza puesta sobre las vías de un tren de juguete. Una plantilla rota en la que el palito final de la e ha desaparecido y que por eso ahora pone: John Titor existo. Tengo delante mía un papel con fotografías de máscaras continentales. Veo imágenes de enfermedades que no decepcionarían a ningún Pollock con vida. En la calle suena un piano carísimo en lo que se supone que es una boda refinada, a las puertas del mismísimo palacete modernista de la Casa Lis. Axiolítico acaba de gritar cosas, desde este lado de la casa, totalmente indescriptibles. Ha insistido. Para mi sorpresa, al ir al salón, he visto que tenía una cámara fotográfica apuntando a la pantalla de su portátil. Graba vídeos de gente bailando con devilsticks. Quiere aprender nuevos trucos para el show -bailes tribales con devilsticks de fuego- que empieza en una semana; tour que trazará una línea por todas las terrazas de los bares de la costa mediterránea y en el que ha proyectado una optimista suma cuantitavia de beneficio en metálico. Le he pedido que me deje hacerle una foto al vídeo que graba, para ponerla al final de este texto, a ver si consigo cerrarlo de una maldita vez.




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