16.5.12

QR

Una de las muchas historias que conectan con todo esto. Escrito por un anónimo de la red que estudia enlaces, entradas, spoilers, buscadores, archivos, índices, comentarios, preguntas, respuestas...








Atravesé mi etapa de farsante como si fuera una adolescencia residual: aullaba de vez en cuando, despertando al vecindario esponjoso del amanecer, no utilizaba cubiertos durante las comidas, rehuía cualquier conversación que derivaba inevitablemente en la zozobra moral que nuestro tiempo atravesaba. Después de aquello, muchos me preguntaron de qué me había valido la estancia en la Universidad: ¿has gastado cinco años de tu vida para aprender a reprender, para exigir el silencio en las bibliotecas llenas de estudiantes enfebrecidos por el calor? Yo no respondía a aquello: sonreía. Me hubiera gustado gritar sin temor al pavor que me había pasado cinco años navegando por Internet, aprendiendo técnicas de supervivencia ante el smog de infoxicación que se cernía poco a poco a nuestro alrededor. Cuántas tardes pasé combinando búsquedas en la red sobre psicogeografía, observando desde una distancia pixelada, como una pequeña deidad uterina viva a base de descargas de kilo bytes. ¿Acaso no son los dioses observadores inánimes, creadores que nunca experimentarán, a su vez espectadores del espectáculo que es nuestra insignificancia? Encontré mensajes en el relieve de las ciudades, en la organización artificial del plano euclideano, una llamada que no podía ser, era imposible que fuera, fruto del azar. Mi intuición interpretó aquella señal como hielo negro: intentando asimilar que la realidad, ahora distorsionada por efecto de la pantalla y sus contenidos, podía ser capaz de engendrar códigos incongruentes. Lo paranormal, lo increíble, era posible. Me acerqué a la pantalla y la electricidad estática que se ensortijaba en su superficie me hizo sentir más vivo que nunca. Ante mi tenía un mapa de la ciudad. En cierto barrio del extrarradio (vías que mueren en el campo de cebada quemado, grúas estoicas frente a su propia herrumbre, allí, en el ombligo de un patio rodeado de miradas tras la cortina), creí descubrir la forma de un código QR. Activé la aplicación de captura en el móvil y lo acerqué a la pantalla de mi ordenador. Era tan hermoso: esa inercia impasible, ese deseo de artificialidad y engaño. Por un instante olvidé por qué hacía aquello, lo olvidé todo, olvidé quien era. Luego el móvil vibró entre mis manos y me desperté, como ahogándome en leche fría. La aplicación, a fin de cuentas, era capaz de leer la superficie virtual de la ciudad. En respuesta a la llamada, había obtenido una URL que me llevó a una página web de la que no había oído hablar: Identidades terminales.


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