Una de las muchas historias que conectan con todo esto. Escrito por un anónimo de la red que estudia enlaces, entradas, spoilers, buscadores, archivos, índices, comentarios, preguntas, respuestas...
Atravesé mi etapa de
farsante como si fuera una adolescencia residual: aullaba de vez en cuando,
despertando al vecindario esponjoso del amanecer, no utilizaba cubiertos
durante las comidas, rehuía cualquier conversación que derivaba inevitablemente
en la zozobra moral que nuestro tiempo atravesaba. Después de aquello, muchos me
preguntaron de qué me había valido la estancia en la Universidad: ¿has gastado
cinco años de tu vida para aprender a reprender, para exigir el silencio en las
bibliotecas llenas de estudiantes enfebrecidos por el calor? Yo no respondía a
aquello: sonreía. Me hubiera gustado gritar sin temor al pavor que me había
pasado cinco años navegando por Internet, aprendiendo técnicas de supervivencia
ante el smog de infoxicación que se cernía poco a poco a nuestro alrededor.
Cuántas tardes pasé combinando búsquedas en la red sobre psicogeografía,
observando desde una distancia pixelada, como una pequeña deidad uterina viva a
base de descargas de kilo bytes. ¿Acaso no son los dioses observadores inánimes,
creadores que nunca experimentarán, a su vez espectadores del espectáculo que
es nuestra insignificancia? Encontré mensajes en el relieve de las ciudades, en
la organización artificial del plano euclideano, una llamada que no podía ser,
era imposible que fuera, fruto del azar. Mi intuición interpretó aquella señal
como hielo negro: intentando asimilar que la realidad, ahora distorsionada por efecto
de la pantalla y sus contenidos, podía ser capaz de engendrar códigos
incongruentes. Lo paranormal, lo increíble, era posible. Me acerqué a la
pantalla y la electricidad estática que se ensortijaba en su superficie me hizo
sentir más vivo que nunca. Ante mi tenía un mapa de la ciudad. En cierto barrio
del extrarradio (vías que mueren en el campo de cebada quemado, grúas estoicas
frente a su propia herrumbre, allí, en el ombligo de un patio rodeado de
miradas tras la cortina), creí descubrir la forma de un código QR. Activé la
aplicación de captura en el móvil y lo acerqué a la pantalla de mi ordenador.
Era tan hermoso: esa inercia impasible, ese deseo de artificialidad y engaño.
Por un instante olvidé por qué hacía aquello, lo olvidé todo, olvidé quien era.
Luego el móvil vibró entre mis manos y me desperté, como ahogándome en leche
fría. La aplicación, a fin de cuentas, era capaz de leer la superficie virtual
de la ciudad. En respuesta a la llamada, había obtenido una URL que me llevó a
una página web de la que no había oído hablar: Identidades terminales.
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