30.5.12

HIELO NEGRO [PRÓXIMAMENTE]

Lecciones de insomnio:

Permanecí quieto en la sombra pese a ser un farsante. Buscaba el reconocimiento público  encerrado en mi cuarto. Poca gente golpeaba la puerta: a decir verdad el único que lo hacía era mi compañero de piso, Ricardus Long Island. Me hablaba de la consciencia fragmentada y de mundos ininteligibles. Mi perro aulló las noches del 23 y 27. Mientras tanto yo estuve buscando el reconocimiento público encerrado en mi cuarto. Buscaba, no sé si debería decirlo así, los días que almacené de mí mismo. Me buscaba a mí mismo. Sin predicados trascendentales o metafísicos. Puramente buscaba la pura superficie. Vagos datos de mi persona. Fotos etiquetadas en espacios privados de gente que nunca conocí. Frases que tecleé para ningún destinatario y que aparecieron sobre murales localizados en la otra parte del mundo. Vídeos que colgaba al azar debido a mi pésima memoria sonora y visual. Cosas que arrojé por la red y que al recuperar hicieron de mí un extraño: no era capaz de reconocerme. Parecía, a medida que avanzaba en la autobúsqueda, como si estuviese reconstruyendo la identidad de una persona a la que uno no se parece y, pese a todo lo que pueda argumentar para demostrar la evidencia, le siguen insistiendo que ése es él. Buscaba el reconocimiento del público para saber si ése era o no era yo. En definitiva, y puede que esta sea la forma adecuada, buscaba un pasado inmediato de mí mismo, un recopilar acontecimientos que en sí carecían de sustancialidad alguna pero que, vistos desde el prisma impersonal con el que una mirada anónima atiende dirección la pantalla, me equipaban con la objetividad necesaria para poder verme desde fuera. Sí, soy un farsante. Pero un farsante también puede verse –no es cuestión de alteridad- desde lejos y hasta la nuca. A eso me dedicaba: a recorrer las carreteras de un mapa que trazaba casi de continuo. La cartografía de mi posible persona desperdigada por bosques de URL. Puedo decir, y es algo que no hago cuando me preguntan por mi estancia en la Universidad, que tantas horas y horas de búsqueda hicieron de mi vida un viaje a través de las imágenes, de las palabras, de los lugares que se dan tanto en extrarradios físicos como virtuales… La puerta de mi cuarto siguió sin golpearse durante días -semanas, tal vez meses- y creo recordar que Musgo volvió a aullar las noches del 28 y 29. Peregriné por océanos-buscadores que me arrojaron, sin saber muy bien cómo ya que las palabras que escribía siempre empezaban por farsante, a las orillas de blogs en los que hube dejado comentarios sin aparente sentido. Me presté a toda una suerte de principio de aleatoriedad. Ya no enlazaba mis huellas pista por pista. Abandoné la revisión de correos no enviados que hube redactado un mes de junio en circunstancias colindantes al insomnio. Dejé que la línea causal quebrara en pos de encontrarme bajo circunstancias nunca imaginadas, tal vez reveladoras. Perseguía recuperar, reestructurar ese amanecer interminable de junio que ya no recuerdo. No lo conseguí. Lo que sí conseguí fueron historias de esas que uno duda varios días si creerse. Píxeles grabados a cuchillo en mi memoria. Subtramas dentro de esta trama que llegó a abarcar planas e inconmensurables regiones. Una noche desembarqué en una ciudad-portal llamada Chat Roulette. Era una web cuyo funcionamiento se regía por el principio que nombré líneas arriba: los usuarios, conectados a stadycams, se encontraban cara a cara bajo el secreto de la incertidumbre, sin saber quien sería el siguiente en salir del otro lado del monitor. De Iraq a Noruega. De Georgia a Canadá. De Perú a Israel. Una ruleta de rostros televisivos. La dimensión social del tedio generando realidades de sexo y demencia en unos límites que causarían el tambaleo de más de un paradigma. Dos polacos y un hindú me avisaron acerca de un hombre que fotografiaba todo lo que se iba encontrando a su paso por semejantes tierras. Desde niños pequeños a genitales bamboleándose. Pasabas de canal y ahí estaba. Preparado para congelar un trozo de ti en menos de un parpadeo. Lo vi. Juro por mi más sagrada farsantería que lo vi. Pensé que, como en uno de esos rodeos en los que terminas donde empezaste, me había encontrado. Por fin, sobre la superficie, me había encontrado a mí mismo. Pero no, supongo que ése no era yo. Aquella misma noche el azar jugó con la tecnología para que una mujer apareciese en mi pantalla. Una chica con ojeras de glitch. No sé porque pero creo que no podré olvidarla. Quise congelar un trozo de ella y adjuntarla a mi mapa. Que fuese parte de mi identidad reciclada, de mi recorrido de farsante. Fui a por la cámara y seguidamente disparé contra sus ojos.  









27.5.12

CHAT ROULETTE [1º ENTREGA]

Canadá: sangra cuando se cepilla con dureza las encías. Descubre rostros a través de una pantalla. Inventa significados a sus vidas. Hoy se olvidó de apagar el televisor y por eso ahora mismo está encendido. Sueña con un mejicano y una cámara de fotos. Eructar significa que la boca sepa a boloñesa. Es un nativo digital. Dentro de quince años se arrancará la superficie de sus huellas dactilares.







Turquía: no sabe leer palabras. Sí sabe leer imágenes. A sus más de cinco décadas creía haberlo visto todo hasta que pudo posicionarse cara a cara con una pantalla. Ya no entona cuentos gitanos. La radio no ha desaparecido. Nunca sospechará que vive una amenaza de virus para uno de los cuatro rincones de su disco duro externo. Mañana puede que vea cómo desde la entrada USB del aparato empieza a salir líquido rojo.








Italia: piensa estas puras palabras: Menester; Menestra; Cereza; Pesto; Nómada; Cariño. Palabras que, como si de un hipervínculo se tratase, le redireccionan directamente a ella. Respira y televisa su propio desalojo interior. A veces come. A veces no lo hace. La foto se tomó en un almacén y hay dos personas detrás de su nuca. Personas que, como si de un hipervínculo se tratase, le redireccionan directamente a ella. Abre una pestaña nueva.








Noruega: espera la descarga. Hace cinco minutos miró al suelo y se maldijo por un pensamiento que nunca llegará a tener. Enjuaga los vasos con la misma pasión con la que los científicos contrastan hipótesis. Tiene una hermana mayor a la que anualmente visita. Viaja por torrentes de información reticular. La descarga del archivo acaba de completarse con éxito.







Grecia: los dos comparten una única afición: dibujar el territorio de la red. Parten del principio de enlazamiento. Las capitales de semejante trazado son las páginas webs que más enlaces reciben. De ahí se expanden las líneas que unen las ciudades-portales con los océanos de los buscadores. El mapa está ocupando las dimensiones del piso en el que viven. La foto fue tomada en la vivienda nº 20; 2ºD. Calle Botasi, Atenas.






Marruecos: traduce a fonéticas artificiales lenguas extranjeras que no comprende. El timbre de su propia voz le sigue resultando lejano. Se alimenta de ojeras y refrescos gaseosos. Mañana redactará un tibio residuo de sus pensamientos. Hay en ella horas y minutos que nadie imagina; imita ese tono impersonal, frío. Esta misma frase la acaba de escribir y traducir al búlgaro. Pulsa el pequeño altavoz. Habla Google Translate. 






Iraq: se pierde constantemente en búsquedas sin enlace final a la vista. Comunica por móvil todo tipo de micro-sentencias emocionales a números que de existir, no conoce. Ayer se durmió y despertó siete horas más tarde. No tiene consciencia de que no hay posible enlace final a la vista más que el de uno que, así como la basura espacial, se suspenda roto por el data-espacio.






Alemania: coloca su móvil delante de la superficie urbana y encuentra códigos QR cada vez que fotografía plantillas, anuncios o grafitis. Ayer consumió glitch. Hoy se cree requisado de identidad: piensa que puede ser un único y leve ruido. Acaba de leer una conferencia maldita a la que llegó a través de veinticinco clics en el botón izquierdo del ratón. Refresca sus dientes con sandía.




Méjico: hay momentos en los que razona que ya no existe. Este es uno de ellos.

16.5.12

QR

Una de las muchas historias que conectan con todo esto. Escrito por un anónimo de la red que estudia enlaces, entradas, spoilers, buscadores, archivos, índices, comentarios, preguntas, respuestas...








Atravesé mi etapa de farsante como si fuera una adolescencia residual: aullaba de vez en cuando, despertando al vecindario esponjoso del amanecer, no utilizaba cubiertos durante las comidas, rehuía cualquier conversación que derivaba inevitablemente en la zozobra moral que nuestro tiempo atravesaba. Después de aquello, muchos me preguntaron de qué me había valido la estancia en la Universidad: ¿has gastado cinco años de tu vida para aprender a reprender, para exigir el silencio en las bibliotecas llenas de estudiantes enfebrecidos por el calor? Yo no respondía a aquello: sonreía. Me hubiera gustado gritar sin temor al pavor que me había pasado cinco años navegando por Internet, aprendiendo técnicas de supervivencia ante el smog de infoxicación que se cernía poco a poco a nuestro alrededor. Cuántas tardes pasé combinando búsquedas en la red sobre psicogeografía, observando desde una distancia pixelada, como una pequeña deidad uterina viva a base de descargas de kilo bytes. ¿Acaso no son los dioses observadores inánimes, creadores que nunca experimentarán, a su vez espectadores del espectáculo que es nuestra insignificancia? Encontré mensajes en el relieve de las ciudades, en la organización artificial del plano euclideano, una llamada que no podía ser, era imposible que fuera, fruto del azar. Mi intuición interpretó aquella señal como hielo negro: intentando asimilar que la realidad, ahora distorsionada por efecto de la pantalla y sus contenidos, podía ser capaz de engendrar códigos incongruentes. Lo paranormal, lo increíble, era posible. Me acerqué a la pantalla y la electricidad estática que se ensortijaba en su superficie me hizo sentir más vivo que nunca. Ante mi tenía un mapa de la ciudad. En cierto barrio del extrarradio (vías que mueren en el campo de cebada quemado, grúas estoicas frente a su propia herrumbre, allí, en el ombligo de un patio rodeado de miradas tras la cortina), creí descubrir la forma de un código QR. Activé la aplicación de captura en el móvil y lo acerqué a la pantalla de mi ordenador. Era tan hermoso: esa inercia impasible, ese deseo de artificialidad y engaño. Por un instante olvidé por qué hacía aquello, lo olvidé todo, olvidé quien era. Luego el móvil vibró entre mis manos y me desperté, como ahogándome en leche fría. La aplicación, a fin de cuentas, era capaz de leer la superficie virtual de la ciudad. En respuesta a la llamada, había obtenido una URL que me llevó a una página web de la que no había oído hablar: Identidades terminales.